Mis tres libros de abril ’25
Imagínate, que me encontraba hundido en el abrazo de un sillón de cuero color café chocolate, tan antiguo que bien podría haber sido contemporáneo de las primeras aventuras de mi tatarabuelo, capitán de barco, que finalmente varó en Constitución hace unos 150 años. En mi mano, una taza de té con limón, endulzada con la miel dorada de ulmo, que parecía captar la esencia misma de los bosques del sur lejano.
A través de la ventana, observaba el desfile interminable de la vida, un espectáculo tan fascinante como los cuentos que solía escuchar en las noches de verano en mi niñez o cuando me quedaba escuchando a escondidas el radioteatro «La tercera oreja». Tres ideas de libros revoloteaban en mi mente, como traviesos pájaros que se niegan a posarse. Mientras tanto, un montón de palabras desordenadas yacían ancladas en mis notas, fondeadas en los archivos de Word, esperando ser rescatadas y transformadas en historias que algún día podrían cautivar a quienes las lean. Dudaba de cómo podría convertirlas en libros, después de la hemorragia de creatividad coloquial que había derrochado en Pegas en Chilensis…
Bueno, en realidad, las cosas no sucedieron exactamente de esa manera…
Primero, lo que sí es cierto: todo comenzó con las ideas que surgieron en mi sesera durante la última década y sí, efectivamente, eran solo apuntes. Pero esa chispa inicial es como el primer trago de pisco sour (a la chilena): te da un golpe de frescura y te hace pensar que puedes conquistar el mundo. Pero no te engañes, porque una buena idea sin estructura es como un asado sin carbón. Necesitaba algo que sostuviera esas ideas, que le diera cuerpo. Así que, antes de lanzarme a escribir, traté de asegurarme de que mis ideas tuvieran patas pa’ caminar.
Era verano y venía reponiéndome de dos sendas operaciones, después de haber soportado unos dolores que me hicieron ver burros verdes. Tenía más tiempo libre que el usual y tampoco me iba a hacer mala sangre con los achaques. Ya estaban las ideas, jugueteando junto a otras diez, y debía elegir una. Las huinchas…, me quedé con tres y fue ahí que me cayó la chaucha (re’ antigua esta expresión…) que tenían que ser historias de máximo 100 páginas. Era hora de escribir los borradores. Aquí es donde la cosa se puso entretenida. Escribir borradores es como jugar a la rayuela después de un terremoto, ya que todo está torcido, desparramado, requebrajado y nada parece estar en su lugar. Esos borradores solo fueron el primer paso y, al menos en mi caso, es donde dejo que las palabras fluyan como un río desbordado. No me preocupo por la gramática ni por los detalles. Simplemente escribo, pese a que a veces queda más enredado que una discusión entre tartamudos, aunque eso no es tan distante de una conversación entre políticos.
Ahora, cuando ya tuve esos borradores, llegó el momento de las revisiones. En este punto, me pegué el alcachofazo de que mis borradores estaban tan desorganizados como una jaula de monos. Traté de aplicar eso de «menos es más», y lo que quedaría debía ser tan claro como el agua. La revisión fue como darle forma a unas esculturas: quité lo que sobraba hasta que emergieron las figuras que tenía en mente, bueno, más o menos…
Luego vino la edición, el momento en que cada frase debía brillar. La edición era como lustrar mis zapatos antes de salir a una reunión, bueno, al menos en la época que usaba traje y zapatos de cuero. Ahora solo los uso para funerales y casamientos. Intenté asegurarme de que cada palabra brillara y cada frase resonara. Aquí es donde traté de ser enfermo de autocrítico. Párrafos que no llevaban a ninguna parte, personajes que no aportaban nada, todo eso debió irse por el desagüe.
Finalmente, los manuscritos estaban listos, tan apetitosos como un delicioso asado o un pastel de choclo recién horneado. Era hora de lanzarlos al vasto océano de Amazon. Pero las publicaciones podrán ser solo el comienzo de otra aventura. Porque si se leen tanto como ha sido el caso del ya mencionado libro Pegas en Chilensis o Turbo para Pymes, tendré que lidiar con críticos (me refiero sobre todo a los familiares) y otros lectores y, quién sabe, tal vez hasta con algún personaje que quiera demandarme por mencionarlo, aunque fuere en analogía. Estas nuevas publicaciones son como lanzar tres botes al mar: nunca sabes si van a flotar o a hundirse, pero ahí están, listos para enfrentarse a las olas.
Y así, con un poco de suerte y mucho sudor, esas ideas y borradores que parecían un revoltijo se convirtieron en libros. Disfruté cada paso del camino, porque al final del día, escribir es más que juntar palabras: es crear universos, desafiar lo establecido y, sobre todo, disfrutar el viaje como los niños lo hacen en un parque de diversiones.
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